Este intercambio de energía incandescente entre la materia y la radiación siempre me ha fascinado. ¿Por qué emiten radiación los cuerpos por el hecho de estar a una cierta temperatura? La razón es interesante: por los choques entre moléculas. Mejor dicho, por las aceleraciones y desaceleraciones que sufren las moléculas, como consecuencia de los choques entre ellas. Puesto que la temperatura refleja la velocidad a la que se desplazan estos cuerpos microscópicos, cuanto mayor es la temperatura, más rápido se desplazan las moléculas, y mayor es la energía involucrada en los choques. Curiosamente, cuando la radiación electromagnética “choca” contra los átomos o moléculas, provoca un tipo de movimiento muy parecido a lo que ocurre en las aceleraciones y desaceleraciones, es decir, una vibración interior, al menos temporalmente.
La actividad solar es espectacular, aunque no la podemos apreciar a simple vista, obviamente. Cada cierto tiempo tienen lugar las denominadas eyecciones de masa coronaria en las que se expulsan millones de toneladas de partículas, a millones de kilómetros por hora. Estas eyecciones conforman el denominado viento solar, en forma de tormenta de materia que se aleja del Sol en todas direcciones.
La Tierra está protegida contra este viento solar. El campo magnético terrestre se extiende centenares de miles de kilómetros más allá del planeta y es capaz de desviar la tormenta de partículas. Sin embargo, cada cierto tiempo las eyecciones de masa coronaria son mucho más intensas, hasta el punto que la tormenta solar es capaz de atravesar el escudo magnético exterior de la Tierra.
La penetración de la tormenta de protones, electrones y otras partículas la lleva hasta los escudos interiores. Estos no desvían completamente el viento solar fuera del planeta, pero lo dirigen hacia los polos, generando uno de los fenómenos de luz más espectaculares: la aurora, tanto boreal como austral.
Luminiscencia
Las tenues cortinas, principalmente verdosas y difusas, capaces de secuestrar por completo nuestra atención, surgen entonces de las colisiones entre las partículas eléctricas del viento solar y los iones, átomos y moléculas de oxígeno y nitrógeno, los componentes principales de la atmósfera a unos 80 kilómetros de altitud.
El detalle de estos choques involucra dos etapas. En la primera, estas especies capturan parte de la energía de cada choque: incrementan su energía interior —la de los electrones más externos de los iones, átomos o moléculas—, y en la segunda se desprenden de ella en forma de luz. Las dos etapas son extraordinariamente rápidas: ocurren en menos de un femtosegundo, es decir, una milbillonésima de segundo o, si quereis, 10–15 segundos.
Esta luz emitida es la aurora.
Los colores verde y rojo son debidos a emisión de luz por parte del oxígeno, mientras que los colores azul y rojo aparecen debido al nitrógeno. El color dominante es el verde, debido a un hecho curioso con la emisión de este color: la luz tarda un cierto tiempo, entre uno y dos centenares de segundos, en ser emitida, después de cada choque. En términos atómicos, esta emisión es extraordinariamente lenta y justifica el aspecto y durabilidad de la aurora.
Como aquel que no ha querido la cosa, acabamos de ver un mecanismo de emisión de luz diferente a la incandescencia. La emisión no se produce por calentamiento de la materia, sino por choques individuales. Es el fundamento de la luminiscencia, también conocida como emisión fría de luz.
Así como la incandescencia es universal, la luminiscencia es selectiva: sólo las especies químicas que reciben un impacto, de la energía adecuada, emiten luz. Así como el color de la incandescencia refleja la temperatura, en la luminiscencia no existe esa correspondencia, y substancias diferentes, a la misma temperatura, pueden emitir colores diferentes.
En resumen, la incandescencia se da siempre que tengamos cuerpos calientes. La luminiscencia es mucho más huidiza, pero allí donde tiene lugar, nos sorprende hasta el límite.
No se terminan aquí, los fenómenos naturales grandiosos. Veamos unos cuantos más, en los que la luz producida surge a partir de incandescencia, de luminiscencia, o de los dos fenómenos a la vez.
¡Rayos, truenos, y... volcanes!
La energía eléctrica que acumulan las nubes, por la electricidad estática que genera su crecimiento, es enorme. Ya nos lo parece, ya, cuando las tormentas nos envían sus señales visuales y sonoras, los agradables rayos y truenos. Las estimaciones nos dicen que cada segundo caen, en todo el planeta, unos 40 rayos, es decir, más de tres millones al día.
La acumulación de electricidad estática establece una tensión eléctrica entre las nubes y el suelo, tensión que es sufrida por cada átomo o molécula que se encuentre emparedado entre ellos. Podemos visualizar esta tensión de forma sencilla, pensando que, en el interior de una molécula, los electrones, negativos, se intentan desplazar en un sentido, y los núcleos, positivos, en sentido contrario. Esta tensión acaba escindiendo los enlaces químicos, o bien arrancando electrones y formando iones, es decir, substancias con carga eléctrica neta. El recorrido de un rayo es entonces el camino que ha seguido la producción de cargas eléctricas, entre la nube y el suelo.
Una vez la nube y el suelo quedan unidos por ese camino iónico, de tan sólo un centímetro de grosor, le sigue una descarga masiva de la electricidad estática, de tal intensidad que la temperatura, en el interior del rayo, puede llegar a 50.000 grados, todo ello en unos 0,2 segundos de duración de la descarga. Las partículas viajan en su interior a mil kilómetros por segundo.
Ello implica un calentamiento casi instantáneo del aire que rodea al rayo, provocando una explosión que oímos como trueno. El trueno sería un sonido seco y de muy corta duración, si el rayo fuese un objeto puntual. Su gran longitud provoca que nos lleguen explosiones desde diferentes porciones del rayo, y de ahí que un trueno sea una sucesión reverberante de ruido.
La luz que proviene de un rayo se debe, por tanto, al fulgurante calentamiento del camino iónico. Se trata por tanto de una manifestación, muy intensa, de incandescencia. Los rayos son blancos, entonces, precisamente por las elevadas temperaturas a las que se llega en su interior.

La fotografía nos muestra algunos de estos rayos, pero en una situación un tanto extraña. Son rayos que surgen de nubes de tormenta, junto con... la erupción de un volcán.
Las expulsiones de lava y cenizas de los volcanes incluyen una conocida emisión de luz, la de la lava. Esta masa fundida, rojiza, nos indica que la materia que la compone se encuentra a una elevada temperatura. Por lo común, ésta es de unos miles de grados en el interior del volcán, que disminuye a poco más de mil, o incluso menos, cuando la lava se desplaza montaña abajo. La lava emite luz, por tanto, por incandescencia.
El principal peligro de las erupciones volcánicas, además de la lava, lo constituyen los millones de toneladas de cenizas que suelen ser expulsadas en los instantes principales de la erupción. Las cenizas son sólidos de pequeño tamaño, que pueden cargarse muy fácilmente de electricidad estática. De ahí que se puedan producir rayos con facilidad, entre diferentes partes de la columna de cenizas, y cómo no entre las nubes y las cenizas, como muestra la figura.
Si ya son sobrecogedores los dos fenómenos por separado, imaginemos que ocurren a la vez...
Terremotos
En una revisión de fenómenos naturales, como la del presente artículo, no podrían faltar los terremotos, los sucesos que ponen una mayor cantidad de energía en juego en la superficie de la Tierra.
Sin embargo, se podría objetar que los terremotos no emiten luz, y por tanto no deben aparecer aquí. Pero todo parece indicar que no es cierto. En los terremotos, o al menos en un buen número de ellos, se pueden producir emisiones esporádicas de luz.

La fotografía fue tomada durante un movimiento sísmico que tuvo lugar, a principios de los años 70 del siglo XX, en el Lago Tagish, en el territorio Yukón de Canadá. Aparecen cuatro esferas brillantes, a media altura de la falda de la montaña, junto con algunas esferas más pequeñas, a altitudes mayores, que en la fotografía se han indicado mediante flechas.
Estas intrigantes observaciones no son muy frecuentes, pero sí lo suficiente como para tomarlas en consideración. Algunas de las luces, explican testigos, se han producido antes del seísmo, por lo que podría utilizarse como fenómeno predictivo. Recientemente, un grupo de investigación liderado por Robert Thériault, del Ministerio de Recursos Naturales de Canadá, ha publicado un artículo en la revista Seismological Research Letters, en el que analiza casi cuarenta casos de emisión de luz en terremotos. La conclusión principal es que estos sucesos tienden a ocurrir en terremotos localizados en zonas de ruptura.
El mecanismo por el que se producen estas emisiones bruscas de luz es todavía especulativo. Se cree que las fracturas, en la estructura de los minerales del interior de la corteza terrestre, son capaces de acumular una gran cantidad de cargas que, durante las fases iniciales de las ondas sísmicas, en el interior de la corteza, pueden propagarse en forma de impulso súbito, se abren paso a través de las grietas geológicas, y emergen a la superficie. Si futuros estudios lo confirman, será una sofisticada emisión de luz debido a la triboluminiscencia, una de las formas de luminiscencia en sólidos, que veremos con más detalle en la segunda parte de esta serie de artículos.
Resumiendo, entonces, hemos visto hasta ahora diversas manifestaciones de luz, de ámbito planetario. Por supuesto, faltan unas cuantas, entre ellas el fuego. He preferido dejar este elemento aristotélico para la segunda parte, puesto que el fuego proviene sobre todo de la combustión, pero combustiones hay muchas, y sorprendentes...
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