Durante largo tiempo se ha creído que la ínsula constituía el hogar cerebral del asco. No obstante, una red neuronal compleja configura nuestro rechazo ante estímulos desagradables y amenazantes.
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El asco es una emoción primaria que nos mantiene alejados de alimentos venenosos y otros peligros.
Las áreas cerebrales implicadas son la ínsula, la amígdala y ciertas regiones del lóbulo frontal.
Algunas enfermedades psíquicas van acompañadas de una desmedida sensación de asco. Las personas con trastornos de ansiedad padecen ataques de miedo; también sienten asco con facilidad.
Ratas, arañas, serpientes, leche pasada, pies malolientes, olor de comida de gatos, apretón de manos demasiado húmedo... En fin, una pequeña selección de estímulos que pueden producir repulsión. La reacción consiguiente: arrugar la nariz, subir el labio superior y sacar la lengua. La típica cara de asco. Tal expresión mímica es universal; en África, Sudamérica o Asia, la repugnancia exhibe el mismo rostro.
Según los biólogos evolucionistas, ese hecho tiene una razón de ser: el asco es un programa de protección. En psicología se considera que es una de las emociones más básicas, una emoción primaria. Ante un olor pestilente o una comida putrefacta, el ser humano escupe y siente náuseas. Tal reacción previene la ingesta de comida en mal estado o venenosa, y el peligro que ello implica. Se trata de un vestigio del efecto nauseoso o faríngeo.
El psicólogo Paul Rozin, de la Universidad de Pensilvania, se muestra convencido de ello. El notar mal sabor es, en su opinión, el precursor del asco. Según indica, dicho fenómeno se comprueba ya en los recién nacidos: cuando se les da a probar una sustancia ácida o amarga, los bebés expresan de inmediato la característica cara de asco.
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