Muchos de los alimentos que ofrecen los supermercados de los países avanzados contienen ingredientes transgénicos. ¿Ha sido demostrada su seguridad para el consumo humano?
PETE MCARTHUR
Un bracero dobla el espinazo bajo el sol ardiente de Texas, recogiendo apio, a punto ya para el mercado. Esa noche, una dolorosa erupción de ronchas rojas cubre sus antebrazos. El apio —que pertenece a una variedad nueva y estimada por su resistencia a las enfermedades— ha producido inesperadamente una sustancia química capaz de provocar reacciones cutáneas graves.
Esta hortaliza nociva fue obtenida por medios tradicionales de hibridación. Quienes se oponen a los alimentos transgénicos temen que la inserción en las plantas agrícolas de genes foráneos (tomados, muchas veces, de bacterias) mediante técnicas de ADN recombinante pueda conducir a sorpresas más desagradables todavía. Lo que está en juego reviste suma importancia, pues son muchos los países donde se venden alimentos transgénicos. Según estimaciones, alrededor del 60 por ciento de los alimentos procesados que se venden en los supermercados estadounidenses —desde cereales para el desayuno hasta bebidas refrescantes— contienen algún ingrediente transgénico, en especial, la soja, el maíz o la colza. También algunas hortalizas frescas han sido modificadas genéticamente.
Los detractores exponen varios motivos de preocupación. Es posible que las proteínas producidas por los genes foráneos resulten directamente tóxicas para los humanos. Puede, objetan, que los genes modifiquen el funcionamiento de las plantas de tal modo, que sus componentes resulten menos nutritivos o más proclives a portar concentraciones más elevadas de los tóxicos naturales que muchas plantas contienen en pequeñas cantidades. Y quién sabe si la planta transgénica no va a sintetizar proteínas capaces de provocar reacciones alérgicas.
Junio 2001
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