La mayoría de los infartos cerebrales se deben a una obstrucción en los vasos sanguíneos. Las técnicas actuales contribuyen a disolver con rapidez la peligrosa congestión. Cada minuto vale su peso en oro.
DREAMSTIME / VIKTOR LEVI
Un accidente cerebrovascular, o ictus, se produce cuando un coágulo corta la circulación de la sangre de una región cerebral.
Cuanto más tiempo permanece interrumpido el riego sanguíneo, mayor es el riesgo de sufrir secuelas permanentes. Los médicos intentan reabrir, en el menor tiempo posible, los vasos obstruidos.
Durante la rehabilitación, los enfermos aprenden a convivir con las secuelas físicas y psíquicas del ictus; gracias a su plasticidad, el cerebro puede compensar algunas de las funciones desaparecidas.
Sucedió un viernes al mediodía, poco antes de terminar la jornada laboral. Miguel S., director informático de 58 años, se encontraba escribiendo un último correo electrónico a su jefe, cuando, de repente, sufrió una parálisis en la mano derecha. Su brazo cayó como un peso muerto sobre el teclado de la computadora; notó una sensación de acorchamiento desde las yemas de los dedos hasta el hombro.
Al tratar de pedir ayuda a sus compañeros de trabajo, el miedo entró en escena: Miguel apenas podía tartamudear unas sílabas inteligibles. En seguida se le nubló la vista, se mareó y se desplomó de la silla. Los otros trabajadores de la oficina corrieron a socorrerle, pero Miguel ya no se percataba de nada. Al poco rato, el personal sanitario de emergencias le trasladaba en ambulancia y a toda prisa al hospital.
En este caso hubo suerte: los compañeros tuvieron el temple de llamar al 112 tras advertir que Miguel era incapaz de hablar. También parecía que había perdido el control de la musculatura de la cara, pues la comisura bucal derecha se le había caído ligeramente. En el hospital se confirmaron las sospechas: había sufrido un ictus.
Septiembre/Octubre 2013
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