Las pinturas y los grabados realizados por antepasados de los pueblos san cifran la historia y la cultura de una sociedad de miles de años de antigüedad.
Anne Solomon
Aron D. Mazel, del Museo Natal, y yo llevábamos andando tres horas largas por los pastizales de las estribaciones de los montes Drakensberg, en KwaZulu-Natal. No encontramos un alma en el camino. Por fin, llegamos a una cueva espaciosa, semiescondida tras los arbustos y la caída de una cascada. Detrás de esa cortina de agua se hallan algunos de los ejemplos más depurados de la pintura rupestre san, o bosquímana, de Sudáfrica. El agua no ha dañado esa pinacoteca antigua; sí los vándalos. Ante nosotros, paredes pintadas con más de 1600 figuras humanas y animales, implicadas en un sinfín de actividades. Pasamos la noche en la caverna. Al clarear del día siguiente, reanudamos el viaje. Para su análisis posterior, recogimos escamas mínimas de pintura de 10 creaciones distintas, pertenecientes a los yacimientos de los alrededores. Volvimos a Ciudad del Cabo.
El pigmento que habíamos rascado de la pintura de un antílope africano (el mayor antílope local) contenía fibras vegetales microscópicas. Mazel y Alan L. Watchman, dueño éste del laboratorio Data-Roche Watchman, atribuyeron a las hebras una antigüedad de unos 400 años. Una determinación tan tajante no suele ser lo habitual. En efecto, la mayoría de las representaciones del arte rupestre están hechas en ocre, un óxido de hierro hidratado, de diversos colores: rojo, marrón o amarillo. O lo que es lo mismo, las pinturas carecen de carbono orgánico y, por tanto, no podemos recurrir al método de datación del radiocarbono, que mide la desintegración constante del isótopo 14 del carbono en la materia orgánica
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