La malaria mata anualmente a más de un millón de personas, en su mayoría niños menores de seis años. La fiebre del dengue resulta menos letal, pero un brote debilita a millones de personas y desborda con facilidad al personal médico y los hospitales de las ciudades tropicales. Para combatir la malaria y el dengue, la administración sanitaria trata de eliminar los mosquitos, transmisores de ambas enfermedades.
Sin embargo, la escasez de recursos arruina muchos programas de control; tras décadas de fumigaciones sobre el terreno, los insectos desarrollan resistencia a los plaguicidas. Los agentes patógenos evolucionan también: los microorganismos unicelulares que causan la malaria oponen resistencia a los medicamentos contra ella baratos y de uso generalizado como la cloroquina, la primera alternativa para el tratamiento de la malaria. (En el caso del dengue, no hay fármacos para su tratamiento.)
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