Los barrios de chabolas, favelas y jhopadpattis se han convertido en focos de una inventiva sorprendente.
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Las mujeres maniobraban sus canoas rudimentarias por callejones estrechos y llenos de agua salobre. Apenas hundían los remos; se deslizaban con lentitud ante las casas de chatarra, alzadas sobre pilares enclenques que mantenían la estructura justo a salvo de la marea. Aquí y allá se asomaba una cabeza por la ventana para comprobar qué o quién pasaba. En el pequeño puerto donde las mujeres amarraban sus barcas, la orilla seguía en construcción. Un grupo de gente rellenaba los bajíos con capas de desechos para reclamar terreno al agua turbia. Cerca de allí, bajo un pabellón con techo de paja construido sobre una de esas parcelas robadas al mar, una mujer encendió una cerilla y la acercó a una pila de serrín y virutas. Una columna de humo empezó a ascender con pereza hacia el cielo polvoriento.
Saludos desde Makoko, uno de los asentamientos de chabolas con peor reputación de una de las ciudades más tristemente famosas del mundo: Lagos, una metrópoli atrapada entre la modernidad y la miseria. Con cientos de cajeros automáticos, docenas de locutorios de Internet y millones de teléfonos móviles, esta ciudad afanosa, desquiciante y superpoblada (entre 8 y 17 millones de personas, según dónde se tracen los límites y quién lleve la cuenta) se halla conectada por completo a la red global. Lagos, un centro de comercio internacional con un enorme espíritu emprendedor, es la capital mercantil del país más poblado de África. Cada año atrae a unos 600.000 nuevos residentes. Sin embargo, la mayoría de los barrios, incluso algunos de los mejores, carecen de agua corriente, alcantarillado o electricidad. Makoko, en parte sobre tierra firme y en parte en equilibrio sobre la laguna local, constituye una de las zonas más deprimidas de esta megalópolis.
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Noviembre 2011
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