Por doquier de las Antillas Mayores podemos hallar lagartos del género Anolis. En las copas de los árboles y a lo largo de sus troncos, entre la hojarasca del suelo, encaramados en los postes de vallas o en la proximidad de las flores. Los hay de toda guisa y condición: cortos, largos, azules, pardos, verdes o grises, buenos saltadores y pésimos, grandes y retadores, lentos y cautelosos. Esa increíble diversidad convierte a los anolis en motivo fascinante de estudio. Porque tras ese caleidoscopio de formas y de hábitats se esconde la clave de un misterio biológico crucial: ¿en virtud de qué la evolución de un animal toma una senda determinada y no otra?
Cualquier visitante de las islas percibirá en seguida que las especies de anolis que se encuentran juntas -que son simpátricas- difieren en el medio donde medran. Esta especie, por ejemplo, aparece siempre sobre hierba, aquella otra sobre ramitas sólo, una tercera cabe la base de los troncos de árboles, aunque a veces se aventure sobre el suelo. Las tres difieren también por su morfología. La especie que mora en la hierba es más delgada y tiene la cola larga; la que vive sobre las ramitas, aunque asimismo esbelta, tiene las patas rechonchas; por fin, el tercer lagarto se distingue por su robustez y largas patas.
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