Un grupo de genes que controlan las defensas del organismo ante situaciones de estrés mejoran también el estado de salud y alargan la vida. El conocimiento de su actividad podría llevarnos a comprender las claves para prolongar la esperanza de vida.
cary wolinsky (fotografías); jen christiansen (fotocomposición)
Basta fijarse en el kilometraje y el año del modelo de un coche para hacerse una idea del estado en que se encuentra. El desgaste del uso y el paso del tiempo se habrán cobrado un peaje inevitable. Lo mismo podría aplicarse al envejecimiento humano. Pero la comparación tiene su talón de Aquiles en la diferencia crucial entre las máquinas y los organismos: en los sistemas biológicos el deterioro no es inexorable, pues éstos responden al entorno y utilizan su propia energía para defenderse y autorrepararse.
Se admitía antaño que el envejecimiento constituía, además de un proceso de deterioro, la prolongación del desarrollo genéticamente controlado de un organismo. Alcanzada la madurez de un sujeto, sus "genes del envejecimiento" tomaban las riendas de su progreso hacia la muerte. Una hipótesis que ha quedado desacreditada. El envejecimiento corresponde sólo a un desgaste debido al decaimiento de los mecanismos de mantenimiento y reparación del cuerpo. La selección natural, parece lógico, no encuentra razón alguna para mantenerlos operativos, una vez que el individuo ha pasado la edad reproductora.
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