Son moléculas polifacéticas que, alojadas en la cara interna de la membrana de la célula, coordinan las respuestas celulares ante numerosas señales procedentes del exterior.
Para que una persona pueda pensar, actuar o, simplemente, existir, las células de su cuerpo deben comunicarse entre sí, comunicación que efectúan poniendo en marcha mensajeros químicos, como las hormonas circulantes y los neurotransmisores. Puede resultar sorprendente que sean contados los mensajeros que necesitan penetrar en el interior de la célula destinataria para desencadenar los cambios funcionales; la mayoría hace llegar la información a su destino a través de intermediarios. En la superficie de la célula diana hay proteínas que les sirven de receptores específicos; el hecho de ligarse a ellas se convierte en una orden. Después, en un proceso denominado transducción de señales, los receptores, que abarcan el espesor de la membrana, transmiten a su vez la información a una serie de emisarios intracelulares que, por fin, la pasan a los ejecutores finales.
Se han descubierto docenas de mensajeros extracelulares. Podría concebirse que cada uno desencadenase una serie de interacciones moleculares propias y exclusivas, pero ha resultado que buena parte de ellos se apoyan en una sola clase de moléculas, las denominadas proteínas G, para dirigir el flujo de señales desde el receptor al resto de la célula. Las proteínas G se llaman así porque ligan nucleótidos de guanina, que, al igual que los demás nucleótidos, están constituidos por una base orgánica (en este caso la guanina), un azúcar y uno o más fosfatos.
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