Cada vez que se produce una erupción de rayos gamma, nace un agujero negro.
Un telescopio robótico captó a primera hora de la mañana del 23 de enero de 1999, en Nuevo México, una fuente débil de luz en la constelación Corona Borealis. Apenas se podía apreciarla con prismáticos. Jamás, sin embargo, había presenciado la humanidad una explosión más brillante. Nos llegaba desde una distancia de nueve mil millones de años luz, más de la mitad del tamaño del universo perceptible. Si ese mismo fenómeno hubiera ocurrido a miles de años luz, habría brillado como el sol del mediodía y exterminado la vida de la faz de la Tierra.
Se trató de una erupción de rayos gamma (o GRB, por su acrónimo en inglés). El dos de julio de 1967 se observó una; la registraron unos satélites militares destinados al seguimiento de pruebas nucleares. Esas explosiones cósmicas diferían mucho de las causadas por el hombre. Durante la mayor parte de los 35 años transcurridos desde entonces, cada nuevo estallido añadía obscuridad al misterio. Cuando se pensaba que se contaba ya con una explicación, nuevas pruebas nos devolvían al punto de partida.
Febrero 2003
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