En un aula apenas iluminada, intensas descargas blanquiazules saltan, crepitando, entre los extremos de las dos barras metálicas de un transmisor de chispa; Heinrich Hertz está generando con él ondas de radio ante sus alumnos de Karlsruhe. Siete años después, en 1894, un joven italiano de vacaciones en los Alpes, Guglielmo Marconi, lee un artículo de Hertz. Corre a casa; lleva en la cabeza la idea de la telegrafía sin hilos. Poco después, los transmisores de chispa que construye envían señales de código Morse a través de su laboratorio sin necesidad de hilo alguno. Logrará en 1901 transmitir señales codificadas de un lado al otro del océano Atlántico merced a potencias más elevadas y antenas mucho mayores.
Pasado un siglo, se vuelve a ensayar en los laboratorios la transmisión de breves impulsos electromagnéticos. Pero la técnica ha cambiado mucho; los diminutos circuitos integrados y los diodos túnel han reemplazado a las enormes bobinas y condensadores de Hertz. De modo análogo, los erráticos y desiguales chorros de chispas que emitían los primitivos transmisores se han refinado hasta convertirse en secuencias, perfectamente medidas, de impulsos conformados de manera precisa que sólo duran unos cientos de billonésimas de segundo. Los equipos de Marconi transmitían a un ritmo aproximado de 10 bits de datos por segundo; los sistemas inalámbricos de banda ultraancha (ultra wide band, UWB) -dispositivos de corto alcance y baja potencia, los herederos actuales de los transmisores de chispa originales- envían en ese mismo tiempo más de 100 millones de bits de información digital.
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