El desenterramiento de nuevos fósiles y el análisis de ADN sacan a la luz la sorprendente historia evolutiva de los cetáceos.
Kate Wong
Remontémonos 48 millones de años atrás. Amanece sobre el mar de Tetis. El agua verdeazulada centellea con la primera luz del día. Para un pequeño mamífero, sin embargo, la jornada terminará muy pronto. Eotitanops, un animal parecido a un tapir, se ha acercado peligrosamente a la orilla del agua, ignorando la llamada de aviso de su madre. Inmóvil entre los manglares, el depredador acecha. Se abalanza hacia la orilla, propulsado por sus poderosos miembros posteriores, e hinca sus formidables dientes en la cría díscola, al tiempo que la arrastra hacia el agua. El forcejeo frenético de la víctima se debilita a medida que se ahoga, atrapada entre las mandíbulas de su captor, tenaces como una prensa. Victoriosa, la bestia se arrastra torpemente fuera del agua para devorar a su presa en tierra firme. A primera vista, el depredador recuerda a un fiero cocodrilo, con sus patas rollizas, cola robusta, largo hocico y ojos alojados en la parte alta del cráneo. Pero una inspección más detenida revela que no tiene armadura, sino pelo; en vez de garras, pezuñas. Las cúspides de sus dientes confirman que se trata de un mamífero, no de un reptil. En realidad, este animal improbable es Ambulocetus, un cetáceo primitivo, un eslabón en la serie de intermedios que vinculan a los antepasados terrestres de los Cetáceos con las 80 especies, aproximadamente, de ballenas, delfines y marsopas que en la actualidad señorean los océanos.
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