Los defensores del comportamiento innato y los partidarios del adquirido han estado enfrentados durante más tiempo del que puedo recordar. Mientras los biólogos han creído desde siempre que los genes intervenían en el comportamiento humano, los sociólogos han militado en masa en el bando contrario, el que afirma que somos obra nuestra, libres de las cadenas de la biología.
Viví el fragor de ese debate en los años setenta. Si en mis conferencias abiertas aludía a las diferencias existentes entre los sexos en los chimpancés -mayor agresividad y ambición en los machos que en las hembras-, se levantaban protestas airadas. ¿No estaría proyectando mis propios valores sobre esos pobres animales? ¿Hasta qué punto eran rigurosos mis métodos? ¿Por qué me molestaba en comparar los sexos? ¿Acaso escondía segundas intenciones?
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