Un amigo mío vive en un barrio de clase media de Nueva Delhi, una de las ciudades más ricas de la India. Aunque esa zona recibe una cantidad notable de lluvia cada año, mi amigo se despierta por la mañana con el estrépito de un megáfono que anuncia que sólo se podrá disponer de agua durante la hora siguiente. Se apresura a llenar la bañera y otros receptáculos para que le dure todo el día. Las restricciones endémicas de Nueva Delhi se producen en buena parte porque los gestores hidráulicos decidieron hace algunos años sacar de los ríos y embalses, aguas arriba de la ciudad, grandes caudales para el riego de los campos.
Mi hijo, que vive en la árida Phoenix, en Arizona, se levanta oyendo el sonido discreto y sibilante de los aspersores que riegan los verdes céspedes y los campos de golf de su urbanización. Aunque Phoenix está situada en medio del desierto de Sonora, disfruta de un suministro de agua prácticamente ilimitado. Allí, los gestores han permitido que el agua de regadío se desvíe de la agricultura a las ciudades y urbanizaciones, al tiempo que autorizan que las aguas negras recicladas se usen en los parques y en otras aplicaciones que no requieren agua potable.
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