Hasta los más versados conocedores del arte incurren en embarazosas equivocaciones. Cuando en 1880 el barón Alphonse de Rothschild, apasionado coleccionista, exhibió ante su círculo de amistades un altar del sigloxvi que acababa de adquirir, una de ellas se lo llevó aparte y le aseguró que aquel altar ornamentado con maravillosos esmaltes de vivos colores, que el resto de los invitados seguía admirando en ese mismo momento, no era más que una excelente copia cuyo original se encontraba en Italia. Rothschild denunció a quien se lo había proporcionado; el proceso destapó la estafa: el anticuario encargado de la restauración del original había aprovechado la ocasión para realizar una copia, tan desvergonzada como mañosa.
No se trata, ni mucho menos, de un caso aislado, como ya explicara en 1885 el escritor Paul Eudel en su libro Las artes de los falsificadores. Hoy en día casi nadie se atreve a asegurar cuántos de los esmaltes pintados de colecciones privadas o públicas proceden realmente de la ciudad francesa de Limoges, centro de esta técnica durante el Renacimiento, y cuántos se pergeñaron en el sigloxix, época en que hubo un verdadero auge de los esmaltes. Y es que los artesanos casi nunca firmaban sus obras, ni se molestaban en elaborar una manera personal que facilitaría las atribuciones a artistas concretos. Se consideraban meros artesanos que reproducían con gran habilidad en esmalte las xilografías y aguafuertes de su época.
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