Un remolcador espacial equipado con motores de plasma podría evitar el choque de un asteroide contra la Tierra empujándolo durante largo tiempo.
Una noche cualquiera, más de 100 millones de residuos interplanetarios entran en la atmósfera terrestre. Por suerte, la mayoría de estos pedazos de asteroides y cometas son como pequeños guijarros. El peso total de esta lluvia no pasa de unas toneladas; la atmósfera de nuestro planeta tiene densidad suficiente para volatilizar casi todos los fragmentos. Los desechos surcan los cielos sin producir daño alguno, dejando tras de sí los trazos brillantes que llamamos estrellas fugaces.
Pero cuando un objeto mayor choca contra la atmósfera, no se vaporiza; estalla. En enero de 2000, una roca de dos a tres metros de diámetro explotó sobre el Territorio del Yukon, en Canadá, con una fuerza equivalente a cuatro o cinco kilotones de TNT. Esta clase de suceso ocurre alrededor de una vez al año. Con menor frecuencia, rocas aún mayores producen estallidos de gran violencia. En junio de 1908 se vio descender una gigantesca bola de fuego sobre la región siberiana de Tunguska; a continuación, una enorme explosión arrasó más de 2000 kilómetros cuadrados de bosque. El consenso actual mantiene que un asteroide rocoso de 60 metros de diámetro estalló unos seis kilómetros por encima del suelo con una fuerza de alrededor de 10 megatones de TNT. La onda expansiva devastó un área del tamaño de Nueva York.
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