La acumulación de argón en las rocas permite determinar la edad de las mismas, tengan éstas sólo 50.000 años o remonten su origen a la época de formación de la Tierra, la Luna y los meteoritos.
Una de las características genuinamente humanas es la del reconocimiento del paso del tiempo. Conciencia que lleva al hombre a interrogarse por la edad de las cosas que le rodean y por sí mismo, por el origen de las montañas que quizá divisa desde la ventana de su casa, por el tiempo que lleva girando la Luna en tomo a la Tierra y por múltiples cuestiones más de idéntico tenor. Pero tal vez más interesantes que las respuestas que se den a tales preguntas sean los métodos que el hombre ha ingeniado para responderlas.
A mediados del siglo pasado, por no volver la mirada más atrás, Lord Kelvin afirmaba que la Tierra no podía tener más de 100 millones de años. Calculó esa edad suponiendo un enfriamiento uniforme del planeta desde su formación. Sin embargo, el descubrimiento de la radiactividad en las postrimerías del siglo XIX vino a revolucionar los conceptos utilizados por Lord Kelvin. A principios de nuestro siglo se comprobó que la radiactividad natural de las rocas producía calor y, por consiguiente, no podía considerarse la Tierra un cuerpo en proceso de enfriamiento. La importancia del descubrimiento de la radiactividad no estribaba sólo en su poder generador de calor, sino que dotó también al hombre de una herramienta muy útil: un reloj natural.
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