El ''hurón real'' de los cometas husmeaba su presa. Era la noche del 15 de abril de 1779. Charles Messier contemplaba, desde su observatorio de París, la lenta trayectoria del cometa de 1779 entre las constelaciones de Virgo y Coma Berenice en su travesía por el sistema solar. Le dio ese apodo Luis XV por su inigualable habilidad para detectar cometas. Pero aquella noche Messier habría de entrar en la historia de la astronomía por una razón muy diferente. Se detuvo ante tres zonas difusas que semejaban cometas; inmóviles de una noche a otra, terminó por añadirlas a su ''lista de impostores''. No quería que nada le distrajera de su trabajo, la búsqueda de cometas. Andando el tiempo, comentaría que había una pequeña región limítrofe entre Virgo y Coma con trece de las 109 zonas estacionarias que, junto con Pierre Mechain, identificaría más tarde: los objetos Messier, harto conocidos ahora por aficionados y profesionales.
Según acontece a menudo en astronomía, Messier se encontró algo muy distinto de lo que andaba buscando. Descubrió el primer ejemplar de un tipo de objeto, el de mayor masa que la gravedad mantenga unido: el cúmulo de galaxias. Los cúmulos constan de galaxias, a la manera en que éstas se componen de estrellas. En el organigrama cósmico ocupan el segundo escalón, debajo mismo del propio universo. Comparada la masa de un cúmulo con la de un hombre, es mucho mayor que la de éste con respecto a la de una partícula subatómica.
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