Entre 1935 y 1955 un grupo exiguo de científicos japoneses se dedicó al estudio de los problemas pendientes de la física teórica. Autodidactos en mecánica cuántica, desarrollaron la teoría cuántica del electromagnetismo y postularon la existencia de nuevas partículas. Durante la mayor parte de ese período llevaron una vida dura, vieron derruirse sus casas y pasaron hambre, pero sus peores momentos personales coincidieron con los instantes mejores para la física. Tras la guerra, esos físicos consiguieron dos premios Nobel para un Japón devastado.
Su éxito resuena todavía más si tenemos en cuenta que la ciencia moderna había llegado a la sociedad japonesa hacía escasos decenios. En 1854 los barcos de guerra del comodoro Matthew Perry habían acabado con dos siglos de aislamiento y forzado la apertura económica del país. Japón reconoció que sin técnica no podía mantenerse la supremacía militar. Un grupo de samuráis reinstauró en 1868 al emperador, hasta entonces un comparsa de la clase dirigente de los shogun. El nuevo régimen envió estudiantes a Alemania, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos para que aprendieran idiomas, ciencia, ingeniería y medicina, y fundó universidades de corte occidental en Tokyo, Kyoto y otros lugares.
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