Dos estrategias para investigar la longevidad pretenden alargar la vida hasta los cien años, o más.
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En su propósito de alargar la vida humana, los investigadores han adoptado dos estrategias.
Unos defienden la necesidad de centrarse en la cura de las enfermedades y en el reemplazo de las partes del cuerpo dañadas mediante tratamientos con células madre.
Otros abogan por frenar el proceso de envejecimiento a escala molecular y celular.
Hace un siglo, el estadounidense medio solo vivía 54 años. Muchos niños morían en la tierna infancia y dar a luz era uno de los mayores trances para cualquier mujer. En la actualidad, gracias a las vacunas, los antibióticos, la higiene y la mejora de los cuidados obstétricos, tenemos muchas más posibilidades de alcanzar la vejez y de no fallecer jóvenes. Un niño que nazca hoy se espera que llegue a cumplir los 78 años de edad.
Hasta ahora hemos ganado un lance fácil a la parca. Pero hoy que la gente vive más que nunca, debe hacer frente a dos amplios conjuntos de fuerzas que conspiran para imponer el límite último a la vida humana. En primer lugar, con cada año adicional que vivimos acumulamos daños en nuestras células y órganos, daños que acaban por desbordar los cada vez más lentos sistemas de reparación celular. La edad es, además, el principal factor de riesgo de afecciones mortales y frecuentes que en muchos casos no tienen cura todavía, como el cáncer, las cardiopatías y el alzhéimer.
Los científicos que persiguen extender los límites de la vida humana se preguntan: ¿a cuál de dos estrategias deberíamos destinar nuestros fondos de investigación, a frenar el envejecimiento o a luchar contra las enfermedades? En otras palabras, ¿fallecemos la mayoría de nosotros porque envejecemos o porque enfermamos?
Noviembre 2012
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