Las noticias periodísticas que llegaban del genocidio de 1994 en Ruanda subrayaban el uso de armas tradicionales (porras, cuchillos y machetes) por las bandas asesinas de los extremistas hutus. Perecieron hasta un millón de tutsis y hutus moderados, muchos de ellos mujeres y niños. A ojos de los observadores externos, los ruandeses parecían sufrir un rapto de violencia frenética, siendo los aperos de labranza sus instrumentos de exterminio preferidos.
Pero eso no es todo. Antes de que empezase la matanza, el gobierno, dominado por los hutus, había repartido fusiles automáticos y granadas de mano entre las milicias oficiales y las bandas paramilitares. Esa fue la potencia de fuego que posibilitó el genocidio. Los milicianos aterrorizaban a sus víctimas con las armas y las granadas mientras las rodeaban para masacrarlas con machetes y cuchillos. Aunque el uso asesino de útiles agrícolas pudo parecer entonces una aberración medieval, las armas y las bandas paramilitares que facilitaron el genocidio eran muy contemporáneas.
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