Desde mediados de los años sesenta, el mundo del cine ha ofrecido visiones futuristas de la nanotécnica aplicada a la medicina, con cirujanos liliputienses embarcados en minúsculos submarinos que viajan por el torrente sanguíneo para extirpar coágulos cerebrales. En los últimos 35 años se han dado grandes pasos hacia la construcción de dispositivos complejos de dimensiones cada vez menores, hasta tal punto que algunos creen que son posibles intervenciones médicas de ese tipo y que pronto estarán navegando robots minúsculos por las venas. La idea ha prendido. A algunos incluso les preocupa la cara oscura de técnicas similares: ¿no podrían desbocarse los autómatas nanométricos que se autorreprodujesen y destruir el mundo vivo?
Fantasías aparte, la nanotécnica podría proporcionar nuevos instrumentos a la investigación biomédica; por ejemplo, ofrecer tipos nuevos de etiquetas útiles para los experimentos en torno a nuevos fármacos o para conocer qué conjuntos de genes operan en determinadas circunstancias. Los dispositivos nanométricos podrían intervenir en las pruebas diagnósticas y genéticas, amén de convertirse en óptimos medios de contraste en las técnicas no agresivas de formación de imágenes o en vectores de administración de fármacos.
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