La contemplación detenida del cuerpo humano infunde respeto en pareja medida a la perplejidad que provoca. Fijémonos en el ojo, por ejemplo. El tejido transparente y vivo de la córnea describe la curva apropiada, el iris se adapta a la intensidad de la luz y el cristalino se ajusta a la distancia, todo de suerte tal que la cantidad óptima de luz quede enfocada exactamente sobre la superficie de la retina. La admiración que produce tamaña perfección cede pronto a la consternación. Contra toda lógica, los vasos sanguíneos y los nervios atraviesan la retina y forman una mancha ciega en su punto de salida.
El cuerpo es un cúmulo de contradicciones sorprendentes. Por cada exquisita válvula cardíaca tenemos una muela del juicio. Las mismas cadenas de ADN que gobiernan el desarrollo de los diez billones de células de un ser humano adulto permiten también su deterioro progresivo y, con el tiempo, la muerte. Nuestro sistema inmunitario identifica y destruye un millón de elementos extraños; aun así, son muchas las bacterias que nos pueden matar. Estas contradicciones producen la desagradable impresión de que el cuerpo ha sido diseñado por un equipo de magníficos ingenieros con la ayuda ocasional de un chapucero.
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