Cambios en agronomía, política y hábitos alimentarios reducirían el consumo de energía y las emisiones de gases de efecto invernadero.
Michael E. Webber
WIKIMEDIA COMMONS/DOMINIO PÚBLICO
Combustibles fósiles y abonos sintéticos han sido, durante más de 50 años, los ingredientes clave del aumento de la producción y distribución de alimentos en todo el mundo. La relación entre nutrición y consumo energético se ha mantenido equilibrada hasta hace poco. Pero ahora se abre una nueva era. La producción de alimentos está creciendo de modo acelerado, lo que exige más combustibles a base de carbono y más fertilizantes nitrogenados, compuestos que exacerban el calentamiento planetario y agravan la contaminación de ríos y mares, amén de un sinfín de otros males. Al mismo tiempo, muchos países se esfuerzan en reducir la demanda de energía, en especial la procedente de combustibles fósiles.
Con vistas a reducir el consumo energético, la atención política se ha centrado en el transporte, la producción de electricidad y la construcción. Pero a menudo se ha pasado por alto el sector agropecuario. En EE.UU., alrededor del diez por ciento del presupuesto energético se dedica a la producción, distribución, procesado, preparación y conservación de la materia vegetal y animal que allí se consume, una proporción nada despreciable.
Si se analiza el suministro de comestibles desde un punto de vista energético, se aprecia un espacio donde aplicar políticas lúcidas, innovaciones técnicas y cambios en los hábitos dietéticos que ayudarían a resolver los graves problemas alimentarios y energéticos. Esas modificaciones mejorarían también nuestra salud y la de nuestros ecosistemas.
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