Dos docenas de satélites a miles de kilómetros de altura permiten localizar personas en la superficie terrestre con notable precisión.
Thomas A. Herring
El Boeing 737 de pasajeros inició su aproximación final. Obedeció con fiel exactitud las órdenes emanadas del piloto automático, desarrollando lo que parecía un aterrizaje perfecto de rutina. Pero no fue a causa del mal tiempo por lo que la aproximación se confió al piloto automático, que recibe las señales de navegación desde la torre de control para realizar el aterrizaje de categoría IIIA, en el que el piloto no ve la pista hasta que las ruedas tocan el suelo. En esta ocasión, la seguridad de la aeronave estaba encomendada a los satélites del sistema global de posicionamiento (GPS, Global Positioning System) del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Estas modernas balizas, que flotan en el espacio a más de 20.000 kilómetros de altura, tenían la misión de guiar el avión hasta posarse con toda suavidad en tierra.
Al enfilar la pista el 737, las señales del GPS indicaron que la tierra estaba sólo a 100 metros debajo y el avión redujo su velocidad de descenso, confiando enteramente como en aterrizajes previos en el puntual y exacto control de los satélites. Pero de repente sonó la alarma del piloto automático: el equipo GPS había perdido el contacto con uno de los satélites vitales para la operación. Ante tal situación, el comandante tomó inmediatamente el control y aceleró los motores para abortar un aterrizaje que pudiera acabar en catástrofe.
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