El consumo de drogas produce trastornos duraderos en el circuito de recompensa del cerebro. La comprensión de las bases moleculares de dichas alteraciones ofrece nuevos enfoques para tratar el comportamiento compulsivo del adicto.
Eric J. Nestler
Robert C. Malenka
Rayas blancas sobre el espejo. Una aguja y una cuchara. Sólo con ver la droga o cualquiera de los utensilios que la suelen acompañar, el toxicómano empieza a estremecerse. Anticipa el placer. Luego, vaciada la jeringa, llega la euforia real: calor, claridad, visión, alivio, sensación de ocupar el centro del universo. Durante unos instantes, todo parece hermoso. Pero algo ocurre tras el consumo repetido de una droga, sea ésta heroína, cocaína, whisky o anfetamina.
La dosis que antes producía euforia empieza a resultar insuficiente. Pincharse o aspirar el narcótico se convierten en una necesidad. Sin la droga, se hunde en la depresión y, a menudo, enferma. Empieza a drogarse de forma compulsiva. Se ha hecho adicto. Pierde el control sobre el narcótico y sufre el síndrome de abstinencia. El hábito mina su salud, su bolsillo y su relación con los demás.
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