Las afasias se caracterizan porque el habla se torna incoherente y absurda. El paciente, en ciertos casos, no comprende lo que dice; en otros, crea palabras sin sentido. Toda una mecánica cerebral se encuentra dañada.
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En el siglo XIX y con pocos años de diferencia, Paul Broca y Carl Wernicke establecieron sendas regiones cerebrales imprescindibles para la emisión y comprensión del habla.
Todavía hoy, las afasias de Broca y Wernicke, trastornos del lenguaje que han recibido el apellido del descubridor de la correspondiente área afectada, constituyen las bases del estudio de la psicología del lenguaje.
Mientras la persona con afasia de Broca presenta dificultades para articular palabras, los sujetos con afasia de Wernicke hablan de manera desmesurada, aunque no se les entiende. Ellos tampoco comprenden lo que se les dice.
"La chapata en el fisú, los...los musletes que sadoman... ¡Ay! ¡Qué daño! ¡Como... eeh... el taburico del emofor... yo medé... yo me da... yo lo intomé en la pielusa... ¿no? ¿cómo, ya?"
Minerva se halla desconcertada. ¿Está su marido, Ricardo, recitando un texto aleatorio? ¿Habrá perdido la razón? Desde buena mañana, este profesor jubilado de lengua no para de emitir un discurso tan extraño cuan incomprensible. No responde a las preguntas de su mujer y da la impresión de que no comprende nada de lo que se le dice. No parece que se trate de una broma: el propio sujeto se muestra bastante perplejo. El día anterior no ocurrió nada anormal, y aunque nuestro hombre, al levantarse, parecía malhumorado y en el desayuno refunfuñó que solo quería una tostada, nada hacía presagiar el trastorno posterior de sus facultades mentales. Minerva llama a una ambulancia para trasladar a su marido al hospital.
«Se trata, sin duda, de una afasia de Wernicke», dictamina el neurólogo de guardia tras haber practicado varios exámenes neurológicos y haber interrogado a su paciente sin lograr entablar una conversación coherente. Sospechando que encuentra dificultades para comprender el lenguaje hablado, el médico le tiende una hoja en la que ha escrito: «Dígame nombres de animales». «Muy bien», interviene Ricardo, que ha comprendido la petición escrita. Se lanza: «El león, el linde, la sebre, el leyé, el rotelán, el panda, la pantear, la sandente, el ratón, el culal, el conemel, el configal». El profesor retirado parece bastante satisfecho: va a sacar buena nota.
Noviembre/Diciembre 2005
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