En torno a las raíces históricas de la separación de la fe y el saber.
Ulrich Kutschera
En el siglo xix, un estudiante apenas conocía la angustia de tener que elegir asignaturas: estudiaba en la facultad de Derecho, en la de Filosofía y Teología o en la de Medicina de su universidad; tras un fin de carrera fructuoso, uno se convertía en abogado, párroco o médico. Para continuar la tradición familiar, Charles Darwin (1809-1882), hijo de médico, fue a cursar por orden de su padre medicina a Edimburgo en 1825. En el cuarto semestre, al asistir a una operación que, como era habitual en la época, se llevó a cabo sin anestesia, el joven muchacho abandonó horrorizado y a todo correr la sala. Con el impacto todavía en el cuerpo, decidió interrumpir definitivamente sus estudios de medicina para, a cambio, estudiar teología en Cambridge. Allí impartía clases el profesor de botánica Johns Stevens Henslow (1796-1861), quien impresionó de grata manera a Darwin. Henslow era naturalista y teólogo, además de ocupar un alto cargo eclesiástico en la iglesia anglicana.
El debate todavía vigente sobre ciencia y religión gira de nuevo: los investigadores indagan ahora las raíces biológicas de la fe. Múltiples datos revelan la espiritualidad y la religiosidad como productos "beneficiosos" de la evolución.
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