Es sábado por la tarde, mediado el invierno. Nuestro personaje acaba de terminar las tareas de fin de semana y se acomoda en la butaca, junto a la chimenea, dispuesto a leer su novela favorita mientras paladea una taza de café caliente. La luz tardía que ilumina el apartamento va palideciendo; alarga la mano para pulsar el interruptor de una lámpara. Con luz suficiente e instalado a su gusto, empieza a leer.
Todos reconocemos esta situación u otra muy semejante. Realizamos a diario acciones que crean un cierto estado de cosas en nuestro entorno, como puede ser aumentar la iluminación de una habitación. Aunque no concedemos a tales acciones demasiada atención, estamos convencidos de que nosotros, por medio de intenciones y decisiones, controlamos los movimientos de nuestros brazos y piernas. Pero ello, por plausible que parezca, resulta harto difícil de demostrar.
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