Ha muerto una persona. Tanto si era vieja o joven, si falleció después de una larga enfermedad o si un accidente fortuito le segó la vida, la muerte deja tras sí personas que han de hacer frente a la pérdida del ser querido. La mayoría suele tener una reacción, muy natural, de tristeza y duelo. Sus pensamientos giran en torno al carácter del fallecido y al tiempo compartido. Se agolpan los recuerdos de las vivencias, vacaciones, fiestas y otros acontecimientos vividos juntos, de sus gustos y peculiaridades, teñido ahora todo ello de pesadumbre por la separación definitiva.
Largos períodos de intenso dolor acompañan, a menudo, a esta actividad mental. Hasta el futuro les parece sombrío a la mayoría de los afligidos; del hundimiento del estado de ánimo no lo levantan fácilmente las tareas diarias. Durante cuánto tiempo seguirán con ese pesar los allegados depende, por lo común, del grado de intimidad y vinculación. Por mucho que nos afecte la muerte de un amigo o de un colega, la pérdida de la mujer, el marido o el hijo es incomparablemente más dura de sobrellevar. A veces los afectados pierden las ganas de vivir y debe transcurrir mucho tiempo para volver a una vida cotidiana normal. En estas experiencias dramáticas se ha concentrado la investigación científica sobre la tristeza por la pérdida de un ser querido.
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