Lo vivimos todos los días: sentados en el departamento de un tren o a la mesa de un restaurante; cuando entramos en un despacho o en una tienda. La mayoría de las veces no conocemos a casi nadie. Sin embargo, a los pocos segundos "sabemos" con quién nos las tenemos que ver. Registramos sexo, color de la piel, estatura y edad aproximada de las personas. Creemos incluso colegir, al menos aproximadamente, su estado de salud, nivel social, estado civil y profesión. Creemos conocer con seguridad quién nos parece simpático y a quién preferimos evitar.
No deja de resultar sorprendente que nuestro cerebro saque conclusiones tan rápidas al juzgar a los extraños, pues sólo dispone de informaciones muy deficientes. Pese a ello, logra formarse, a partir de un par de apariencias, una impresión global que revela el carácter, la conducta y la historia de nuestro vecino; al menos, eso es lo que pensamos. En todo caso, la "primera impresión" que recibimos de alguien marca de tal manera nuestras percepciones posteriores, que apenas si tomamos en cuenta las informaciones siguientes que apuntan en otra dirección. Este "efecto de primacía" consolida la primera impresión y, en general, persistimos convencidos de su veracidad en adelante.
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