La decisión de llevar el hijo a la guardería provoca más de un quebradero de cabeza. La investigación revela que en principio el cuidado de los niños por parte de personas extrañas no les perjudica. Los resultados dependen de unas condiciones favorables.
Vicente contempla sorprendido el enjambre de niños, de edades entre dos y tres años, que le rodean. "¡Bebé! ¡bebé!" gritan los retacos que quieren abrazar y tomar en brazos al recién llegado de nueve meses de edad. Un niño le ofrece un dado de madera pintado de colores. Lo coge y empieza a observar con atención el juguete por todos lados, luego alguien se lo quita bruscamente de sus manos. Vicente mira atónito al ladrón. Una de las dos cuidadoras del local le recrimina: "¡No tan bruscamente!", intentando poner paz en el incidente. "Félix, ¿quieres darle a Vicente el dado? Sé amable; enseguida volverás a tenerlo."
Para mis investigaciones, el concejo municipal de Viena me facilitó las visitas a las guarderías, un permiso excepcional, que contraviene la tesis de que "los visitantes extraños crean inquietud en el grupo". Llevé a mi hijo porque me interesaba observar su reacción ante un nuevo ambiente lleno de color. La investigación coincidía, en efecto, con una necesidad personal: llevar o no mi hijo a la guardería. Para el ejercicio de mi profesión liberal precisaría muy pronto que alguien cuidara del pequeño, si quería concentrarme en el trabajo. Mi duda era si beneficia al niño el contacto precoz posible con otros de su misma edad.
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