Al Gore, que fuera vicepresidente con Bill Clinton, continúa en su campaña en pro de la reducción de las emisiones de gases de invernadero, aunque él vuela en jet privado. Del abanderado de la lucha contra la droga y su defensa de la moderación, William Bennet, se asevera que es un ludópata. El pastor Ted Haggard predicaba las virtudes de la "vida honesta" hasta que fue acusado de consumir metanfetamina y de frecuentar prostíbulos masculinos. Eliot Spitzer perseguía redes de prostitución cuando era Fiscal General del Estado de Nueva York, hasta que se descubrió que era cliente habitual de una de esas redes.
Todas estas acusaciones notorias contra figuras públicas guardan relación con la hipocresía, propia de quien no vive según los preceptos que pretende imponer a los demás. Las acusaciones de hipocresía son comunes en los debates por ser su eficacia rotunda: nos sentimos en la obligación de rechazar las opiniones de los hipócritas. Pero aunque veamos la hipocresía como un defecto y un síntoma de incompetencia o falta de sinceridad, deberíamos andar con cautela y no dejar que nuestras emociones influyan en lo que opinamos sobre cuestiones fundamentales.
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