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Hace millones de años, el gusano Caenorhabditis elegans y otros organismos pluricelulares de su sencillez poseían ya un sistema complejo de regulación de la función corporal. Contaban para ello con un protocerebro, constituido por grupos de neuronas dispersas. Una de tales funciones, crítica para la supervivencia, consistía en acoplar el gasto energético a la disponibilidad de comida.
Ciertas neuronas sensoriales cercanas a la boca del gusano envían señales al intestino y otros tejidos relativas a la comida detectada en el entorno, para que el metabolismo del animal se adapte. En intervalos de escasez prolongada, el animal entra en una fase de latencia. Para regular el proceso, las neuronas en cuestión utilizan mensajeros químicos cuya notable eficacia justifica su persistencia en la escala evolutiva hasta el hombre. Uno de estos mensajeros son los "factores insulínicos" (IGF). De ellos se conocen más de una treintena en C. elegans y alrededor de 10 en mamíferos (véase el recuadro "El sistema IGF en mamíferos").
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