Ötzi se hallaba arrebatado de furia. Sobre las razones de su cólera caben tantas suposiciones como ovejas se apriscan en el Ötztal. Tal vez era él un ladrón de ganado o tal vez perseguía a un ladrón de ganado; quizás era un adúltero o quizá perseguía a un adúltero; quizás estaba huyendo de sus enemigos o quizá los perseguía. O a lo mejor se trataba de otra cosa. Sólo podemos especular sobre el origen de la punta de flecha que alguien le clavó a Ötzi por debajo de su hombro derecho.
Lo que no ofrece duda alguna es que el hombre de los hielos no gozó de su mejor estado de salud en su postrer año de vida. Cuando la momia, después de 5000 años de tranquilidad en el glaciar, entró en el laboratorio, y se le sometió a puntillosos análisis, espectroscopias, endoscopias y laparoscopias, evidenció, con los rastros de fracturas costales, signos de caries, de congelación y de infestación helmíntica. El examen cuidadoso de las uñas proporcionó, además, pruebas incuestionables de tres enfermedades graves padecidas en los últimos cinco meses de su vida; la peor acaeció un par de meses previos a su muerte. Un cuadro, en fin, de una persona estresada.
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