El jeep frena en seco. Como movidos por un resorte, levantamos la cabeza. Un control. Nos detiene, apostado en el camino, un sujeto armado. A los lados se disponen las barracas de un campamento militar. Le saludamos en kisuaheli. Al militar no parece agradarle esta lengua, pero por un par de cigarrillos nos deja pasar.
El equipo, formado por Juan, el conductor, y nosotros, cinco psicólogos de la Universidad de Constanza, está cansado, con los nervios destrozados. El polvo se nos hace una masa en la boca. Juan conduce el todoterreno por una pista de arena salpicada de baches, que no se han recubierto desde hace decenios. Nos hallamos camino de los refugiados de Gulu, capital del distrito homónimo al norte de Uganda. Este país del Africa Oriental, a orillas del lago Victoria, se encuentra sacudido por violentas guerras civiles desde hace años. Nos previnieron al entrar: es demasiado tarde, no podrán llegar hoy. El convoy de protección hace mucho que se ha separado y desde la maleza se anuncian movimientos de los rebeldes.
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