En los años de carrera, cursada en el Instituto de Arqueología de la Universidad de Londres, se nos enseñaba que propio de nuestra especialidad era, en definitiva, descubrir "la mente que había tras el artefacto"; es decir, conocer la persona que había fabricado el objeto en cuestión y nos hallábamos analizando. Una recomendación fácil de seguir si observábamos las rudimentarias piedras con muescas que representaban la mayor parte de la prehistoria humana. En mi ingenuidad estudiantil, suponía yo por entonces que las mentes que crearon tales artefactos debieron de haber sido muy simples.
Al pasar al estudio del arte rupestre, los restos funerarios y las complejas herramientas que marcaron la aparición de los humanos modernos hace más de 30.000 años, cambió mi perspectiva. ¿Cómo había surgido esa nueva mente y a qué podía atribuirse un desarrollo cognitivo tan espectacular? Incapaz de comprenderlo por mí mismo, se lo planteé abiertamente a uno de mis profesores. Su respuesta, con retranca profesoral, constituía la quintaesencia del carácter británico: "¿Se volvieron muy listos?"
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