
A todos nos ha pasado alguna vez. Notamos una molestia en el brazo, miramos rápidamente, y al ver que se trata de un mosquito, arremetemos con la otra mano para intentar aplastarlo. Esta reacción, en apariencia simple, implica una coordinación sensorial compleja que requiere localizar y actuar sobre un mapa del cuerpo en constante movimiento. Cuando el mosquito se posa en el brazo, un conjunto de neuronas de la corteza somatosensorial se activa, indicando que una región específica de la piel está siendo estimulada. Esta información puramente cutánea resulta, sin embargo, insuficiente para actuar con precisión, ya que necesitamos saber, además del lugar de contacto en la piel, nuestra postura en ese preciso instante. En definitiva, la posición del insecto sobre la piel debe traducirse de forma rápida en una certera acción motora dirigida al lugar del espacio donde se sitúa el estímulo táctil respecto al efector (los ojos, la mano...).
Este proceso, conocido como «recodificación espacial del tacto», implica pasar de un sistema de coordenadas basado en la piel o somatotópico («Me han tocado en el brazo derecho») a un sistema de coordenadas basado en un origen externo («Debo mirar rápidamente arriba a la derecha, donde se encuentra ahora mi brazo»).
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