Los nonagenarios y centenarios gozan de una salud y vigor desconocidos entre las personas veinte años más jóvenes. Quizá debamos replantearnos los criterios aceptados sobre el envejecimiento.
En la facultad de medicina me enseñaron que la incidencia de trastornos crónicos discapacitantes, en particular la enfermedad de Alzheimer, aumenta inexorablemente con la edad. Y así, al iniciar mi especialización geriátrica, esperaba que mis pacientes mayores de 95 años, ancianos entre los ancianos, fueran los más débiles; pero la experiencia me lo desmintió: a menudo se trataba de los más sanos y ágiles. Sirva de ejemplo cierto centenario con quien tenía concertada una entrevista. Me rogó que la retrasáramos. Había visto jurar el cargo a 19 presidentes de la Unión y dedicaría la mañana de la cita a votar a su candidato siguiente.
Hechos como éste ponían en cuestión la vieja y simple relación directa entre envejecimiento y cadencia progresiva de achaques. ¿Cabía la posibilidad de que muchos nonagenarios avanzados disfrutaran de buena salud y que el grupo de los más ancianos constituyera una población especial, mal conocida? Desde entonces, y con excepciones contadas, los centenarios que he tratado confiesan que su novena década de vida transcurrió exenta de problemas. Muchos trabajaban, llevaban una vida sexual normal y disfrutaban del aire libre y del ocio. La edad, insistían, no era un problema. Opinión que respaldan las pruebas que se van acumulando, a tenor de las cuales una parte significativa de este grupo de edad goza de mejor salud que muchos octogenarios o que estén todavía en los noventa y pocos. La idea arraigada de que el paso de los años lleva sin remisión al deterioro extremo debe revisarse.
Marzo 1995
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