Es un día de otoño de hace 160 millones de años. En pleno Jurásico. Los dinosaurios son amos y señores de tierra firme. El sol del atardecer baña las aguas de un océano verde-azulado; una sombra se desliza sigilosa sobre los oscuros riscos de una cordillera volcánica sumergida. Cuando el animal emerge, parece una ballena que saliera a respirar, pero no lo es. (Las ballenas tardarán todavía 100 millones de años en llegar.) La sombra retorna rauda. Dobla la altura de una persona. El giro resulta aterrador para un banco de algo parecido a calamares que observan su hocico abierto y ribeteado de dientes amenazadores.
Se trata de un Ophthalmosaurus, perteneciente al grupo de monstruos marinos llamados ictiosaurios o saurios-peces. Se conocen más de 80 especies. La de tamaño menor no superaba las dimensiones de un brazo humano; la mayor excedía de 15 metros. Ophthalmosaurus, de talla intermedia, no fue el más agresivo. Su compañía debió de ser mucho más placentera que la del feroz Temnodontosaurus o "lagarto de dientes cortadores", en cuya dieta entraban incluso grandes vertebrados.
Cuando los paleontólogos descubrieron los primeros ictiosaurios fósiles, a principios del siglo XIX, la visión de estos monstruos enormes les desconcertó. No se sabía todavía de la existencia de los dinosaurios. Por tanto, cada rasgo insólito de los ictiosaurios les resultaba intrigante y misterioso. El examen de los fósiles reveló que los ictiosaurios no habían evolucionado a partir de peces, sino de animales terrestres, descendientes a su vez de peces. ¿Cómo se produjo, en los ictiosaurios, la vuelta a una vida acuática? ¿Con qué otros animales estaban más emparentados? ¿Por qué adquirieron características tan curiosas como una columna vertebral que parecen "discos" de hockey apilados y unos ojos que semejan bolas de una bolera?
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