En 1856, el joven químico inglés William Perkin se propuso fabricar un medicamento contra la malaria a partir del alquitrán de hulla. Fracasó en su intento. Sólo consiguió una sustancia violácea. El producto, la malveína, iba a iniciar una larga serie de colorantes artificiales que terminarían por sustituir a los naturales.
Antes de este acontecimiento fundamental en la historia de los tintes, para comunicar a las fibras textiles diversos colores estables y diferentes de los que tienen por naturaleza, las tinturas eran de origen vegetal y animal. Estos colorantes diferían de los utilizados en pintura en que, amén de adherirse a una superficie, debían ser solubles a fin de impregnar íntimamente las fibras.
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