Los accidentes, los atascos y la contaminación son las plagas del tráfico moderno. Ni son cosa de hoy ni es probable que se resuelvan en el futuro.
Cuando se publicó el primer número de Scientific American, el 28 de agosto de 1845, en su artículo de fondo se encomiaba con gran entusiasmo lo "estupendo y magnífico" de los nuevos vagones de ferrocarril, capaces de "unir la seguridad con la comodidad, de modo que los viajeros puedan sentirse de lo más a gusto mientras van lanzados a una velocidad de 30 o 40 millas por hora". Medio siglo después la misma revista dedicó casi un número entero a las innovaciones incorporadas a las bicicletas, a los barcos y a los nuevos automóviles de tracción a vapor, eléctrica o a bencina. "Los defectos de los coches —concluían los editores— se irán eliminando con el tiempo... No hay máquina más inofensiva, ni medio de transporte más sano y seguro."
Si echamos un vistazo a lo sucedido desde aquellas fechas, tan ciega confianza en que la técnica llegaría a solucionar todos los problemas del transporte urbano no dejará de parecer extraña y casi disparatada. En las autopistas de todas las grandes urbes y a las horas punta de cada día se producen enormes aglomeraciones y el tráfico avanza a paso de tortuga. Los accidentes de coche causan alrededor de tres millones de víctimas anuales. Se calcula que unos cien millones de estadounidenses viven en ciudades en las que las emisiones de los tubos de escape de los coches elevan los niveles de contaminación muy por encima de lo que permiten las leyes. ¿Se puede seguir calificando al automóvil de inofensivo, sano y seguro?
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