Pequeños, maniobrables y autónomos, estos minúsculos sumergibles puede que algún día lleven a los seres humanos al fondo del mar.
Los océanos cubren dos tercios de la Tierra y albergan gran parte de la vida de nuestro planeta. La capacidad humana para disfrutar de ese vasto ámbito sumergido es tremendamente limitada. Los buzos con escafandra autónoma apenas si raspan la superficie, pues los 50 metros a los que llegan no son más que 1/225 del trayecto hasta el fondo oceánico más profundo. Hay actualmente media docena de naves sumergibles envejecidas que pueden llevar personas hasta un poco más de medio camino y sólo unas pocas sondas y cámaras robóticas pueden avanzar más. El batiscafo pilotado Trieste sondeó una vez en 1960 los 11.275 metros de la Fosa de las Marianas, pero actualmente sólo el vehículo robótico japonés Kaiko puede llegar tan hondo.
Lo que dificulta la exploración de las profundidades marinas y hace tan ajeno a nosotros ese reino es una propiedad fundamental del agua: su gran densidad. La presión aumenta linealmente con la profundidad hasta el formidable valor de 1200 atmósferas (unos 1125 kg por centímetro cuadrado) a la mayor profundidad. El Trieste necesitó por ello un casco de acero muy resistente, esférico y pesado para llegar a las grandes profundidades oceánicas, casco que, a su vez, requería unos grandes tanques de un líquido liviano para conseguir flotabilidad. La resistencia hidrodinámica del agua impide además el movimiento de los vehículos a las velocidades que harían practicable el transporte sumergido a grandes distancias. Los sumergibles actuales son tan lentos que tardan horas en sumergirse unos cuantos kilómetros, lo mismo que en emerger, necesitando ser transportados, atendidos y desplegados desde un barco nodriza.
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