En creciente expansión, conducen la corriente sin ofrecer resistencia y a un coste menor que los superconductores comunes.
A la naturaleza le gusta el camino de la resistencia mínima, lo mismo para la transferencia de calor que para el flujo de agua. Si imitamos esa pauta en la fabricación y el empleo de los aparatos, podremos ahorrar energía y trabajo, frenar la degradación del medio y, en último término, mejorar nuestra calidad de vida. Pero la naturaleza se muestra remisa a revelarnos la senda de la resistencia mínima. Y quién sabe si sólo bajo condiciones restrictivas.
Fijémonos en el camino de la resistencia nula, es decir, en la superconductividad, o capacidad de conducir energía sin oponer resistencia. La superconductividad se descubrió en 1911, cuando Heike Kamerlingh Onnes enfrió mercurio, usando helio líquido, hasta cuatro grados por encima del cero absoluto, es decir, cuatro grados kelvin (una temperatura ambiente de 25 grados centígrados equivale a 298 grados kelvin). A esa temperatura, observó Onnes, el mercurio transmitía de repente la electricidad sin pérdidas. Desde entonces, se han encontrado otros metales y aleaciones que se tornan superconductores si se les enfría a temperaturas suficientemente bajas, la mayoría de ellos por debajo de 23 grados kelvin. Unas cotas tan extremas —más frías que la superficie de Plutón— sólo pueden alcanzarse con gases raros, como el helio líquido, o con avanzados sistemas de refrigeración. A pesar de estas condiciones, el fenómeno ha estimulado diversas técnicas, como las máquinas de formación de imágenes por resonancia magnética, los aceleradores de partículas y sensores geológicos para prospecciones petrolíferas, entre otros.
Noviembre 1995
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