El rompecabezas bioquímico, asombrosamente complejo, que subyace bajo esta enfermedad incapacitante, sigue aún incompleto, aunque empiezan a encajar las piezas y se ven posibilidades de tratamiento.
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Muchas familias soportan la pesada carga de cuidar al padre, la madre o el abuelo profundamente incapacitados que, sólo unos años antes, eran personas activas y llenas de vitalidad. El proceso comienza con distracciones que se dirían inocentes, con preguntas repetidas dos o tres veces. Encuentra luego dificultad en seguir una conversación de cierta complejidad o pierde la capacidad de participar en algún pasatiempo que requiere cierta atención. Al principio, la familia suele atribuir estos problemas menores a la edad o a la fatiga. Pero el abuelo se torna cada vez más olvidadizo, incapaz de encontrar el camino de vuelta a casa desde la tienda de la esquina o de reconocer las caras de los seres queridos. Por último, ya no puede valerse por sí solo en la ejecución de tareas cotidianas, como bañarse o vestirse, comer o salir a dar un paseo.
En esa pincelada general aparecen retratadas varias demencias, enfermedades en las que dejan de funcionar zonas del cerebro y se producen alteraciones de la memoria, juicio, razonamiento y estabilidad emocional. Las demencias no constituyen ninguna novedad. Abundan relatos elocuentes sobre las mismas en la literatura clásica griega y en la medieval. Ocurren con mayor frecuencia en personas de edad. Y como la esperanza de vida se ha alargado de una forma notable, estas enfermedades comienzan a ser una seria preocupación sanitaria. Aproximadamente el 15 por ciento de las personas de más de 65 años desarrollan algún tipo de demencia; y si pasan de los 85, la proporción aumenta hasta el 35 por ciento.
Febrero 2001
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