En el futuro, robots y seres humanos trabajarán codo con codo. Adivine quién dará las órdenes.
DORON GILD
Cuando Michael Dawson-Haggerty irrumpió en mi despacho ataviado con su chaqueta de soldadura verde lima ennegrecida y con una gran sonrisa, enseguida supe que lo habían conseguido. Él y su compañero se habían propuesto soldar el armazón de un Humvee (un vehículo militar muy usado en Irak y Afganistán) más deprisa que un equipo de expertos con décadas de experiencia.
Aquel era el primer cometido de Dawson-Haggerty, quien, con su máster recién completado, acababa de incorporarse al equipo de ingenieros del Instituto de Robótica de la Universidad Carnegie Mellon. Al principio el joven se había mostrado algo nervioso; pero, a decir verdad, lo que más me preocupaba de él era su acompañante: muy fiable, pero carente de las habilidades de un ser humano.
Su compañero de proyecto era un robot: uno semejante a las enormes máquinas industriales que solemos asociar a las cadenas de montaje de la Ford o de General Motors. Sin embargo, mientras que esos monstruos mecánicos trabajan encerrados en jaulas para mantener a salvo a sus compañeros humanos, nosotros habíamos modificado a Spitfire (un robot soldador de cuatro metros de altura, provisto de un solo brazo y equipado de visión por láser) para que trabajase junto a un ingeniero. Y no era Spitfire el que recibía órdenes de Dawson-Haggerty. El robot solía dictar qué pasos debían tomarse, mientras que la compleja labor de situar las piezas en el lugar correcto y soldarlas se repartía entre uno y otro según la pericia de cada cual. A menudo, era el robot quien llevaba la batuta.
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