En el transcurso de la Primera Guerra del Golfo, los potenciales antagonistas del ejército estadounidense aprendieron una ilustrativa lección: la lluvia de bombas inteligentes de alta precisión que cayó sobre centros de mando, depósitos de armas y otras instalaciones del bando iraquí, dejó patente la extrema vulnerabilidad de los activos militares inmovilizados en superficie ante los ataques aéreos. Para quedar indemnes, las bases operativas clave y los depósitos de armas camuflados deberían instalarse bajo tierra, en búnkeres de hormigón fortificados o en el interior de montañas de roca dura.
Tras la operación "Tormenta del Desierto", los estrategas militares empezaron a debatir en torno a la forma más contundente de destruir tales objetivos "reforzados", enterrados a grandes profundidades, teniendo en cuenta que el ataque contra un búnker o un almacén de armamento subterráneos se halla rodeado de incógnitas. No sólo no hay garantía de éxito, sino que, lo que es mucho peor, la operación podría dispersar agentes químicos o biológicos que allí estuvieran ocultos, con efectos letales para las regiones circundantes. Lo que, por supuesto, no era lo previsto.
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