Los osos se aparean en invierno. La hembra se retira luego a una cueva para parir, pasados varios meses, tres o cuatro oseznos. Estos, al nacer, son como bolas de carne informes; sólo las garras están desarrolladas. La madre los lame dándoles así su forma.
Esta antigua conseja, que recoge Plinio el Viejo, es una de las muchas y curiosas ideas propuestas años ha para explicar uno de los mayores misterios de la vida: el desarrollo de un oocito (célula huevo) casi uniforme hasta convertirse en un animal con docenas de clases de células, cada una localizada en su sitio preciso. La dificultad estriba en poder hallar una explicación para este sorprendente incremento de complejidad. Una teoría más seria, que gozó de aceptación en los siglos xviii y xix, mantenía que el huevo no carecía de estructura, como parece a primera vista, sino que contenía un mosaico invisible de "determinantes" que bastaba desplegar para dar lugar a un organismo maduro. Cuesta entender cómo semejante teoría resistió tanto tiempo. Si un huevo contuviera la estructura completa del animal adulto en una forma invisible, debería también contener las estructuras de todas las generaciones posteriores, puesto que las hembras adultas producirían a su debido tiempo sus propios huevos, y así sucesivamente, ad infinitum. El propio Goethe, naturalista sobresaliente, se inclinó por esta "hipótesis preformacionista" al no encontrar explicación mejor.
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