Los mamíferos, hombre incluido, tropiezan con el primer obstáculo en el mismo instante del nacimiento. Dejan un espacio cálido y térmicamente estable, el del útero materno, para instalarse en un medio inestable y siempre frío. En determinados casos, ese estrés térmico queda amortiguado, si no anulado, por el calor de la madre y la camada; ocurre así entre ratas, ratones y otros recién nacidos altriciales.
De ese abrigo carecen los recién nacidos precoces, los que, como las vacas, las ovejas y los ciervos, vienen al mundo solos. Minutos u horas después del parto tienen ya los ojos abiertos, pueden andar e incluso alimentarse con algo más que la leche materna. Y todo ello a temperaturas muy por debajo de los 38 grados centígrados que había en el seno materno. Un caso extremo lo presenta la foca pía (Pagophilus groenlandicus) que nace en febrero-marzo sobre los témpanos helados del océano Atlántico Norte, donde la temperatura puede ser de hasta 30 grados bajo cero. La cría se encuentra así con un cambio súbito de 70 grados de diferencia. Moriría si no fuera porque los mamíferos vienen equipados con un tejido especial cuya capacidad calorigénica excede a la de todos los demás tejidos. Se trata del tejido adiposo pardo.
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